No atesoro el perdón, no es esmeralda que resguardo en mi baúl. Si lo pudiera repartir como tajada de queso casero con dulce de guayabas lo haría.
Yo me entrego a este tema porque con cada letra pongo mi granito de arena a nuestra edificación.
Quizás me toco ser el criollo que rehusa ser emigrante.
Desde el final de los años mil ochocientos mi bisabuelo Antonio López Gonzalez ya marcaba pisadas por los alrededores de Madruga.
Nuestra familia creció y se extendió por estos montes, hasta las jutias conocían Los López de Callajabo. Este era nuestro pedazo de cielo.
Mi padre se marcho en el otoño del setenta y nueve y no habían pasado cuatro meses, cuando en la primavera del ochenta descendieron nuestros vecinos como lobos hambrientos.
Entre la muchedumbre yo no vi al barbudo con el dedo al aire ni su hermano menor, allí no habían generales de cinco estrellas ni argentino ninguno.
Los actores de esta hazaña eran los nativos que bebían el agua del Copey, los padres y las madres de mis compañeros de escuela, los habitantes del pueblo chiquito que sé convirtió en mi infierno grande.
No pretendo tirarle la toalla a los verde olivos pero tampoco dejare que los conviertan en chivos expiatorios. Tanta culpa tiene el que agarra la pata como el que mata la vaca.
Qué quede claro en el charco de mi angustia no bebe el odio yo no permito secuelas secar sed en hoyos hundidos por mi dolor.
Yo soplo en mis heridas, yo soplo vida en nuestras heridas para que cojan altura para que se las lleve el viento y podáramos navegar hacia el futuro.